Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!

martes, 25 de febrero de 2014

RESEÑA DE "EL FRÍO DE LA FE", DE JAVIER FLORES LETELIER, POR EVA Mª MEDINA MORENO

Javier Flores Letelier da voz a un hombre enfermo, rabioso. Un hombre que siente la necesidad de golpear contra las bestias de los vitrales. Que quiere ver la tumba de su hijo, construida con sus manos. Que busca su cadáver y encuentra el reflejo de un mal endémico. Lluvia estancada, hogares incendiados, sed y hambre, guerrillas, drogas y dioses. Tierra ilícita y quebradiza.
Aunque la memoria se lleve trozos de su piel, el poeta clava sus uñas en la tierra donde llegaron los conquistadores perdidos. Nos habla del dictador que sigue aleccionando detrás del cristal de sus retratos, de la resignación del condenado, de esas cicatrices que han sobrevivido después de tantos años. La memoria vista como la mayor de las bestias.

La esencia cálida del carbón en el viento
tocó la frente del condenado antes del sonido de los disparos
rasgando la madera pálida donde el retrato del dictador
alecciona a las generaciones venideras a mantener un férreo silencio
frente a la violación del prójimo
para ser dignos del llanto de los camposantos.
La sangre llenó la visión de la luz bajo cada roca,
las alas imaginarias de los terrenos devastados,
el ruedo del alma de las máquinas
impregnadas con el olor de los alimentos descompuestos
que las criaturas perseguidoras del sol de la frontera
cargan en sus consciencias.
La aurora del humo se inflama
y los que han sobrevivido observan sus cicatrices
como a imperios malditos que no desaparecerán;
la memoria es la mayor de las bestias.
La sangre invade todo el poemario; la de los heridos, la de los muertos, la de los que están aún por nacer. Sangre enferma ‒como la de nuestro poeta‒ derrochada por el culto a los dioses, por la ignorancia de los mártires. «El depredador no ataca en nombre de la moral», nos dice, «que redime la culpa por la pobreza, /lo hace desde el frío de la fe.»
Javier Flores Letelier reflexiona sobre la dignidad de la venganza, la necesidad de pedir perdón por los errores de nuestros antepasados, y esa exigencia morbosa de castigo en, los que considero, los mejores poemas del libro.

No vayas hacia la matriz de la ternura.
Aliméntate desnudo
en la tierras quebradizas
de la ciudad
sacrificada hasta la ceniza
de cada mordida del aire vívido
en su significado animal.
Verás que sabes pelear
como si el hierro nunca hubiese sido forjado.
Mantén el rostro amenazante
en la dignidad de la venganza
para que la inocencia sea obvia
ante quienes han vivido contigo
aquellos tres segundos indivisibles
de la cruz en llamas en los murallones.
No vayas hacia la luz ahora,
ya hace mucho antes de la caída
habías recibido la pronunciación de la profunda quebrada
en la libertad de las pesadillas,
la redención del espectro salvaje
en el rostro del niño del pecho partido,
la prima trashumancia en la vertiente de lo indígena y lo sacro.
Cada nuevo siglo pedimos perdón
por lo hecho por nuestros antepasados
a quienes eligieron
no confinar hacia el murmullo herido
de los símbolos ocultistas
la necesidad de golpear contra las bestias de los vitrales
y fueron expuestos
en el diagrama del cinismo
del sello público
como las facciones bifurcadas del origen
ante el que nos inclinamos,
pedimos perdón por lo hecho
por nuestros antepasados a nuestros antepasados,
por las amenazas pregonadas desde las cúpulas
que nos aleccionan en el presente
con la excusa del aviso de lo increado
en los antiguos restos.
Cada nuevo siglo, en el terror
del vértigo de la presencia
castigamos a quien
cruzado por los estigmas
del hierro degradado
representará la sabiduría abandonada
en el morbo de la esencia
pulverizada
de la visión de los mundos
concretos
en los que se fragmenta el metal
de la mente
por la incertidumbre peregrina
de la religión de las ciudades devastadas,
la túnica petrificada envolviendo
al animal, mortaja
y materia en la reflexión
del indigente que mira receloso la desconfianza
con la que fingen contemplarlo,
el deber con el que lo buscan
para golpearlo y exhibirlo públicamente
en nombre de la gracia del camino
que traza su cuerpo magullado.
El poeta quiere huir de la muerte, que se esconde detrás de los objetos; esos «objetos de la memoria que tienen su propio olor». Rememora un pasado de crímenes, vejaciones, tras la sonrisa envejecida de aquella mujer a la que una vez amó. Quiere «mantener el dolor en el fuego de los pómulos». Busca sus raíces, su rostro, en lo indígena, en lo sacro. «Necesita incendiar el imperio, ver la estructura metálica exhibida cadente, impredecible…». Se convierte en asesino mientras frota «el agua contra la herida pero la hemorragia no cede». Y escucha, como esos rapaces desvestidos, «los lamentos de los fieles cuando encuentran los milagros/ en el castigo de las figuras envueltas en llamas».