Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!

viernes, 26 de julio de 2013

PSIQUIÁTRICO


Abrí los ojos. Todo blanco. El blanco se extendía del techo a las paredes y llegaba hasta la cama a través de las sábanas. Noté un picor en uno de los brazos. La vía, que trataba de ocultarse tras los esparadrapos. Cerré los ojos; quería encontrar las imágenes, pero solo había negrura.
La puerta de la habitación se abrió. Una enfermera, me traía pastillas. Me preguntó qué tal estaba y le contesté con un «estupendamente» raro. «Es-tu-pen-da-men-te». El ritmo, la aceleración de las sílabas, que se repitieron decelerándose con un tono de burla. «Es-tu-pen-da-men-te». Luego resonaba en mi cabeza en un modo interrogativo que producía risa y el acento cambiaba de una a otra sílaba y con cada cambio el significado variaba. Y yo frente a la palabra dicha, como si la hubiera pronunciado otra persona, sacada de una conversación de la calle o de una escena de alguna película en blanco y negro.
Necesitaba ir al baño. ¡Qué coñazo! Con el suero a cuestas. Era un castigo, ese trozo de plástico que se agarraba al brazo. Parecía succionarme; quitar en vez de dar. Me levanté de la cama. Los músculos como si hubieran sido apaleados; me costaba moverlos sin que doliesen. Con la mano derecha agarré el suero por la barra de metal que lo sujetaba y fui arrastrando los pies hasta llegar al baño. Me bajé los pantalones con lentitud. Una imagen me vino a la mente. Una mujer se acercaba, parecía decirme algo al oído. Debía de ser gracioso porque no paraba de reírme. Sentí dolor, bajé los ojos y vi su mano enroscada en mi pene. Me echaba hacia atrás, dolía pero me reía; me hacía tanta gracia. Yo, contra la pared, sin calzoncillos, los pantalones en el suelo. De la mujer solo recordaba su pelo negro alborotado y unos labios carnosos de un rojo fuerte que se extendía por toda la cara. Seguía en el váter. Antes de subirme los pantalones del pijama, me fijé en el pene; estaba morado. Tiré de la cadena y cogí el suero. Al pasar por el espejo, el reflejo de mi cara me inmovilizó. Unos ojos saturados, como si lo visto se fuera derramando por los bordes y ya no pudieran o no quisieran ver más. Las cuencas de los ojos muy hundidas, las ojeras casi negras y unos pómulos hacia dentro, que resaltaban la mandíbula. Me alejé, arrastrando unos pies que parecían ir sobre raíles en una vía de tren abandonada. Fui hacia el otro lado de la cama. Dejé el suero a la derecha y me senté en el sillón negro. Miré el líquido incoloro. Me asaltó la imagen de una lavadora y mi cuerpo, diminuto, acurrucado, dentro. Y la lavadora daba vueltas y vueltas, y yo repetía los mismos movimientos, veía la misma ropa y un exterior tan irreal, tan alejado. En esta imagen alargaba la mano, como si quisiera tocar algo de ese exterior. ¿Saldré de aquí?, me preguntaba. Y una voz me contestaba que no, pero otra me decía, cuando te recuperes. Cerré los ojos apretando los párpados con fuerza; intentaba acallar las voces. Las voces se fueron alejando, pero ese «¿saldré?» zumbaba en mi mente.  

Llevaba un rato en el comedor. Miraba la comida. Trozos de carne grisácea, con grasa, y unas patatas fritas que parecían de cera; rígidas como cadáveres. Me fijé en los demás; tampoco comían. Las caras, nunca olvidaría esas caras. Los ojos, como si los hubiesen vaciado, recubriéndolos con una capa de cemento transparente; ya estaban seguros, allí nada podían temer. Y esas muecas histriónicas que simulaban sonrisas. Esas muecas me producían ganas de vomitar, como si en la pared de enfrente hubiera un espejo y constatase que yo también participaba en ese juego diabólico. Un toque en mi hombro derecho me recordó que estaba allí para comer. Contesté con un movimiento de cabeza y el tenedor se introdujo en la carne escarchada de una patata. Me vi trepando una pared. Después, mi cuerpo en el suelo. Encima del tejado un gato. Me daba rabia no acordarme bien de lo ocurrido, tener huecos. El plato de carne y patatas seguía allí, como si se burlara de mi suerte. Tengo que irme, me dije, pero ¿adónde?
Salí al pasillo. Lo recorrí de arriba abajo. Luego entré en una sala pequeña, al lado de los servicios. Había un hombre con barba sentado al borde de una silla, balanceándose como si acunase a un bebé. No hablaba. Ya me había fijado en él. Todas las tardes, a la misma hora en la misma silla. Si alguien se había sentado allí, pataleaba hasta que le dejasen su sitio. Me acordé de la mujer del mango de paraguas y el marco sin foto. Los llevaba siempre. En el comedor trataban en vano de guardárselos; comía con ellos sobre la falda.
Me fui de la sala. Pasé al lado de la escalera y un grupo de hombres y mujeres me pidieron tabaco. «Un cigarrillo, un cigarrillo». Manos, muchas manos. Grandes, pequeñas, oscuras, más claras. Ese agarrar y soltar. Las marcas del pasado. Lo que estaba escrito en esas manos. Me apoyé en la pared, cerré los ojos. Cuánta necesidad había allí de que les diesen; que les dieran y, cuánto más, mejor. ¿Soy yo así? Preferí no contestar y seguir caminando como si nada hubiese ocurrido. Me alejé, yendo hacia el otro extremo del pasillo. Al volver, algunos de ellos se apoyaban en las paredes con desesperación. Los veía como si fueran bolos esperando la inercia de una esfera que les hiciera caer; que la caída de uno provocase la del otro, y, aunque supieran lo que iba a ocurrirles, esperasen con indiferencia ese final.
Fui a mi cuarto, cerré la puerta y me senté en el sillón. Mi cabeza giraba. Las ideas iban y venían. Las imágenes, diapositivas de un viaje diabólico; un viaje en el que nunca pensé que participaría. «¡Dios mío, qué hago aquí!», dije mientras me cogía la cabeza entre las manos, apretando para que todo aquello muriera. Pero ahora los dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca de su presa. Unos ojos vacíos me miraban. Un hombre gritaba, «mi silla, mi silla». Manos, muchas manos intentando agarrarme. Y yo, apretaba con fuerza para que esas imágenes desaparecieran. Fuerte, cada vez más fuerte.




lunes, 1 de julio de 2013

DELIRIO



Camino. Por una calle estrecha y sucia. Oigo risas, pero no veo a nadie. Miro hacia arriba. Un gato pardo en el tejado. Siempre había pensado en los gatos como seres de otro mundo que revelan nuestro destino. Quizá este animal tenga algo que decirme. Debo averiguarlo. Mis brazos en alto, las manos buscando un hueco entre ladrillos. Los dedos se agarran con fuerza al cemento; trozos pequeños se incrustan entre las uñas. Ahora mis piernas, primero la derecha; al empujarla hacia arriba noto algún que otro desgarro, pero sigo subiendo hasta que apoyo el pie en la pared. Impulso la pierna izquierda hasta llegar a la altura de la derecha. Alzo la cabeza y oigo el roce de mi pelo contra el muro. La frente, la piel, algo de sangre. Los párpados, el tabique nasal. Ya está, veo el tejado, pero no al gato. Debo avanzar. Risas, otra vez las risas. Brazo derecho hacia arriba. Los dedos se arquean en forma de garra. Siento como se abre la carne entre las uñas y la arena penetra en mi piel herida; noto la humedad y ese olor salvaje. Me duele y me agrada a la vez. Sé que voy a lograrlo. ¡Lo lograré! El cuello, venas rígidas. Ahora la otra mano, hacia delante, sin miedo, más, más, ahí, ahí. Las piernas, solo quedan las piernas. Debo estar cerca. Gato, gatito, espera que voy. Una pierna, esa pierna, sí, ya está. La otra, cuidado con el pie, agárralo bien, no, no puedo, mis manos, se van, se van.


Caras, muchas caras. Voces, bocas, ojos grandes que se acercan. Quizá me pregunten algo. No, se dirigen a otra persona. Me mareo, las voces giran y giran. Lo he visto, sí, con la túnica blanca. Aquí, aquí, estoy aquí, no te vayas. Es Él y viene a salvarme. Las lágrimas corren por mis mejillas, no se ha olvidado. Me suben sus discípulos, me llevan hasta Él.

Blanco, todo blanco. Parpadeo. Más blanco. Mi brazo, un tubo y un frasco con líquido transparente. Me froto los ojos, mis manos tiemblan. La puerta está cerrada, no se oyen ruidos. Este silencio me aprisiona el estómago, no puedo pensar. Y el olor a limpio se va pegando al pelo. Me tiemblan las manos, me tiemblan mucho. Hay una grieta en el techo. Empieza en el techo y llega hasta el suelo de la pared de enfrente. Puede que por el otro lado siga la grieta, que la habitación esté dividida en dos y yo también esté siendo seccionado. Mi cuerpo partido en dos por una línea invisible, quizá no tan invisible. Oigo voces fuera. La puerta, que se abra la puerta. Las voces se esfuman.
Hay poca luz. Las cortinas se mueven ligeramente hacia dentro. Son blancas. Las sábanas también, huelen a lejía. Odio este olor. Repugnante, vomitivo. Me queda poco suero, va cayendo muy despacio. Me habrán destrozado la vena, no tienen cuidado. Temblores, malditos temblores. Y nadie viene, la puerta sigue cerrada y no hay ruidos ni se oyen voces fuera. No me queda casi suero, no sé si gotea o se ha acabado. Una gota, su reflejo. Gota incansable, monótona, que se hace y deshace tomándose a sí misma como patrón, que se dibuja y desdibuja, repitiéndose, sin poder hacer nada por evitar su goteo, sin poder cambiar su estructura, su existencia como gota. Cierro los ojos con fuerza, aparto mi mirada dirigiéndola a la ventana. Me fijo en el movimiento de la cortina, lento, sereno. Va meciéndome, los párpados caen. La ventana sigue allí, pero sueño que la estoy soñando. Me siento más ligero, me levanto sin esfuerzo, y aunque tengo el suero unido al cuerpo por el brazo, parece que el tubo que une mi cuerpo al frasco se alarga, se alarga mucho, como si estuviera en el espacio y esa cuerda elástica flotase, y siento que ese trozo de plástico es lo único que me une a la vida.
La puerta de mi habitación se abre. Una imagen borrosa de alguien que entra. Parpadeo varias veces seguidas para fijar la imagen y quitar lo nebuloso. En mis ojos el reflejo de una mujer de blanco. Dice algo de mi ropa. A noventa grados, a noventa grados. Vine con la ropa muy sucia. ¿Y las pastillas? No me quiere dar pastillas para dormir, la muy perra. No dirá nada al médico. Está buena la enfermerita, menudas tetas. No vendrá, no le dirá nada al médico. Otra vez el silencio, el jodido silencio. Le metería mano, pero mira cómo estás. Una imagen. Mi cara en el espejo. Mis ojos; los de un perro al que acaban de regañar y no se atreve a mirar a su amo. Las ojeras, negras, selladas dentro de la carne. Una maquinilla. La cojo. No puedo. Tiemblo, tiemblo mucho. Mis manos, sin fuerza. Me escurro, casi me caigo. Unos dedos agarrándose al lavabo. Afeitarme, solo quería afeitarme.
Anochece. Estoy a cuatro patas. Camino despacio hasta llegar a un gran charco de agua sucia. Me tumbo en el suelo, boca abajo. La imagen de mi cara en el agua, el reflejo de una mirada turbia que ya había visto antes, pero ¿dónde? Acerco mi boca y bebo, absorbo el líquido marrón con ansia. Miro mi cuerpo y veo una piel desgarrada. Decido dar marcha atrás y ver qué ocurrió. Cojo un traje del suelo. Introduzco el pie derecho. La tela se adapta a mi piel, aprieta. Siento un ligero dolor; las heridas reviven, aferrándose al nuevo material. Ahora el izquierdo. El traje se estrecha. Gotas de sudor por la cara y el pecho. Meto primero un brazo, luego el otro, hasta cerrar la cremallera. El traje que me he puesto es mi propia piel; piel enferma sobre piel enferma. Disfrazado de mí mismo, con esa capa borrosa adherida al cuerpo, me coloco boca abajo, como un soldado en el campo de batalla. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera. Arrastro el brazo derecho y con él, el resto del cuerpo. Después el izquierdo. Las piernas siguen a esos brazos, aletean, dando impulso a un cuerpo roto. Puños cerrados. Brazo derecho hacia delante. Brazo izquierdo, brazo derecho. Brazo izquierdo, brazo derecho. Las piernas detrás, enmudecidas; como títere al que han cortado los hilos de los pies. Llego a unas ramas secas. Las miro desde esa posición arrastrada. Allí han quedado trozos de piel. «¿Es esa mi piel?», pregunto. Nadie contesta, ni siquiera una voz interior. «¿Es esa mi piel?». Abro los ojos y solo veo penumbra. El brazo, el brazo. De mis venas sale un tubo. El suero, sigo con el suero. Tengo escalofríos, noto la humedad, el cuerpo pegado a la tela, el olor a sal. Veo chorros de agua. Manos que me sujetan, que me zarandean. Frío. No quiero que me laven. Se lo digo al enfermero con los ojos. No tengo fuerza. El hombre me sujeta y me lava. «No», le digo, «no», pero no me hace caso.
Desde mi cama oigo a dos médicos hablar de un desconocido cuya voz había retumbado en la habitación. Siento esa voz resonando en mi pecho. Entran dos personas que me nombran, dicen ser mis familiares. Los médicos señalan hacia mí, pero ellos pasan de largo, se dirigen hacia otro enfermo. «¡Os equivocáis! −grito−. Es a mí a quien venís a ver. ¡Os equivocáis!». Los médicos me sujetan y noto un pinchazo.
Estoy en el suelo, boca abajo. Me entra aire por algunas partes del traje. Giro la cabeza para ver el brazo. Bocas pequeñas se abren; la piel que está debajo se resquebraja, como si tuviera capas de cemento mal dadas. Avanzo. Huele a conejo muerto. El sudor de mi frente se mezcla con la tierra. Pierna derecha, pierna izquierda. Me oprimen ramas y troncos partidos. Me sube un olor nauseabundo. Sigo adelante. El olor gira y gira. El borde de las ramas ara mi piel. Presión en el cráneo; dos manos lo agarran, hincando uñas de madera. Me deslizo como una serpiente que acaba de mudar su piel y a la que le cuesta adaptarse al terreno. Las vértebras del cuello dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», me dice una voz débil, ahogada. El polvo se introduce en mis ojos; una capa fina los nubla. Sigo recto. El traje queda enganchado en ramas. Tiro de él con fuerza, pero no logro desprenderme. Impulso el cuerpo hacia delante. «Inútil, es inútil». Huele a sangre y putrefacción. Las ramas oprimen. «Salir, quiero salir». Gritos en el pasillo. Una enfermera con la mano en mi hombro.
El frasco del suero se hincha; parece que absorbe algún tipo de sustancia. Mi brazo, no siente nada. Una tabla de madera con vetas insensibles a un crecimiento que ha sido vedado. Los ojos no descansan; globos subiendo y bajando, separándose de la cueva que los guarda. No quiero tubos de plástico. Me quito el suero. Sale sangre y ese líquido incoloro. Me incorporo. De mi espalda tiran unos músculos ya viejos. Me mareo. La distancia entre la cama y el suelo se me hace más grande. Las rodillas no me sostienen. Caigo al suelo. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera. Brazo derecho, brazo izquierdo. Brazo derecho, brazo izquierdo. Me deslizo hasta llegar a la pared de la ventana. Extiendo los brazos hacia delante. Los dedos se agarran al rodapiés. Las manos buscan el marco de la ventana. Las uñas en la madera. Doy un impulso. Subo los brazos. Las rodillas, las piernas. ¡Arriba! Me apoyo en la pared, sujetándome en algo metálico. Miro al cielo y oigo una voz que me dice: «tírate, tírate».