Gran novela donde la desesperación, la dureza y el drama terrible del alcoholismo están descritos con la belleza que le otorga un estilo literario salpicado de metáforas. Las escenas del libro están escritas con gran realismo y enorme crudeza. Un relato repleto de excelentes metáforas que obligan al lector a detenerse y pensar.
Al leer el primer capítulo —una magistral escena familiar— me viene a la memoria no solo Jorge Juan y la geometría triangulada, nada mejor para describir una situación real, sino también Cioran cuando señalaba que «el ser verdaderamente solitario no es el que ha sido abandonado por los hombres, sino el que sufre en medio de ellos». Sin olvidar al gran Buñuel, esa escena de «Viridiana» donde reproduce «La última cena» de Leonardo da Vinci con un grupo de mendigos.
Para Gerardo, el personaje principal de esta novela, la ciudad es como una gran coctelera que mezcla todo tipo de licores con la desesperación. Todos los bares le salen al paso con su variada clientela de alcohólicos. Entre ellos, un cura con sotana estupendamente descrito, con los brazos cruzados a la espalda. Detalles tan pequeños como este, dejan ver las enormes dotes de observación de la autora, cualidad que considero imprescindible en la buena literatura.
Destaco la escena en que Gerardo llega a casa con un mono insoportable. Busca entre las botellas, pero Elsa se ha desecho de ellas. En su lugar solo hay licores sin alcohol. Para vengarse, arremete contra bebidas tan insulsas. La escena está muy bien descrita y el recurso literario es muy descriptivo.
La autora cambia el ritmo de la narración en los episodios alcohólicos. Utiliza frases cortas que aceleran el ritmo. Esto le da vida y arrastra el interés del lector. Cabe destacar también su maestría en los delirios: la columna vertebral del protagonista que da vueltas en un grill, cómo sus vértebras van transformándose; las serpientes que se nutren de su propio cerebro; los zapatos de una tienda palpitan; y cómo mujeres a quienes él conoce y, en ese momento persigue, van metamorfoseándose unas en otras.
A veces Gerardo, que deambula muy borracho por las calles de Madrid, tiene ideas brillantes. Entonces, se le ocurre postrarse ante la estatua de Calderón en la plaza Santa Ana, o reclamar los espejos donde se mira el esperpento de Valle Inclán. La historia sin fin nos muestra que cualquier extravagancia puede circular por la mente de un alcohólico.
Sigo a Gerardo que arrastra su cuerpo maltrecho por Madrid. Ya solo bebe en tabernas de mala muerte. Me viene a la memoria un recital completo de Joaquín Sabina. Son las tantas de la madrugada cuando lo veo que se levanta de un banco, camina dando tumbos y, calle abajo, se aleja.
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