Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!

miércoles, 15 de enero de 2025

PRIMER CAPÍTULO DE "LA HISTORIA SIN FIN", EVA MARÍA MEDINA, ODELIA EDITORA



                                                                                                                                                                        1

  


Aunque no era la Última Cena, bien podría serlo. Mi mujer, traidora avezada, había  revelado a su familia mi recaída. Noté un exceso de rabia y arrogancia en sus miradas. Y esa rigidez al sentarse, como esas muñecas antiguas de miembros duros a las que tanto cuesta mover un brazo o una pierna.

  El escenario, la atmósfera, una geometría algo morbosa. Elsa y yo, quienes    presidíamos la mesa, éramos vértices de dos triángulos isósceles invertidos. Uno formado por el sector femenino: mujer, cuñada, suegra; otro, por el masculino. Ambos triángulos estaban insertos en el rectángulo de la mesa de caoba, cuya base ocupaban mis queridos suegros. En el lado opuesto se sentaron mis cuñados. Los niños, que solían comer con nosotros, hoy lo hacían frente al televisor en el círculo de la mesa camilla. Una encerrona, una maldita encerrona geométrica.

  Mi suegro, a mi derecha, después de saborear el vino con una parsimonia bastante sospechosa, me preguntó por mi trabajo. No sé si le contesté. Al sentir calambres en las piernas, masajeé los músculos con suavidad mientras él bebía regodeándose, con ese chascar de lengua que desquiciaba. Mejor sería que me alentase a dejar el puto alcohol, y así no atormentar a su hija, porque de tanto mirar cómo vertía el líquido rosado en su gaznate, mi imaginación hizo de las suyas y sus labios de besugo se agrandaron y ahora succionaban los pezones de mi suegra. Un trago, me dije, eliminar aquellas imágenes con un trago. A mi izquierda, mi cuñado abría otra cerveza. Quiso servirme vino. Interpreté bien mi papel tapando la copa  con mi mano, aunque un instante después los dedos se abrieran.

  Con el codillo, todo fue más insoportable. Dedos que aleteaban impregnados de grasa y esas bocas tan abiertas repletas de incisivos y caninos. ¿Por qué insistía mi mujer en que mostrásemos, unos frente a otros, nuestro lado más animal? ¿Estrechar vínculos?

  Como en una partida de ping-pong, me llegaron pelotas que devolví con un amago de sonrisa en los primeros saques. Del «¿Qué tal el trabajo?» de mi suegro se pasó a ese «Sigues yendo a la terapia, ¿no?» de mi suegra, mientras Sandra, mi bella cuñada, atacó con un «No es por alarmar» que chocó en la red, repitiendo el servicio con un «Si dejas de ir, terminas recayendo». Esto unido a la grasa del asado  y a los silencios. Esos silencios que abrían grietas por las que asomaban atisbos de esa verdad que tratábamos de ocultar con palabras, de enterrar con gestos.

  Percibí que a mi cuñada le costaba mucho levantar los ojos del plato. ¿También alcohólica?, ¿su marido? Analicé el contraste entre su manera cohibida de pinchar el  tomate de la ensalada y su atrevimiento al formar parte de las féminas ping-pongnianas. Las masas, el poder de las masas. Después, vinieron las trampas. Sandra le preguntó a Elsa si yo tomaba Antabus, un saque que botó primero en su lado de la mesa. Al negarlo, mi cuñada me preguntó el porqué. «El disulfiram me produce náuseas», golpeé, y no podría tomar vinagre, me dije. Me vino a la mente el  día que planté cara al maldito fármaco. Unas horas después de haber tomado la pastilla frente a mi mujer, salí a hacer unas gestiones. Entré a un bar y me atreví a beber unas cañas. Pronto comenzaron los síntomas. La taquicardia, el enrojecimiento de la cara, los picores, la visión borrosa… ¡Un malestar inaudito! Caminé un rato para ver si se me pasaba. Como esto no ocurrió, decidí eliminar sus efectos bebiendo más. Tras varios whiskies, se recrudecieron los primeros síntomas surgiendo otros nuevos: la respiración entrecortada, el dolor torácico, el vértigo, la debilidad… Tan insufrible que tuve que ir a una farmacia y, con la excusa de haber bebido alcohol sin recordar que había tomado la pastilla, pedí un antídoto para el Antabus. El farmacéutico me dijo, con una superioridad despreciable, que lo que tenía que hacer era dejar de beber y entonces se me pasaría. ¡Y saber que el jodido medicamento se descubrió por casualidad mientras buscaban un remedio para las infecciones parasíticas! 

 Empecé a ahogarme. Me asfixiaban con sus preguntas maliciosas, sus malditas suposiciones. El corazón y las sienes me palpitaban. No debía fiarme de nadie; estar     alerta y lanzar mordiscos antes de oler el peligro. Me exasperaban el tono de voz tan agudo de Sandra y la manera tan ostentosa de mi suegra de anudarse la servilleta al cuello, que a ningún psicoanalista pasaría desapercibido. Además de la disposición de los objetos en la mesa, urdida de forma magistral por mi mujer. La panera, muy cerca, que me pedían para observar mis temblores. Y las bebidas alcohólicas, en el centro de la mesa. Elsa había cambiado de estrategia. Durante mis recaídas, nunca entraba alcohol en casa. Con su familia, mi mujercita se crecía. Pero olía su miedo, que iba agarrotándola, aunque intentase esconderlo tras una sonrisa ridícula. ¡Cómo   aborrecía su máscara de buena hija, mejor hermana y tan buena esposa!

  En los postres, mi suegro, aferrado a su cucharilla, daba vueltas y vueltas a un café sin azúcar. Los ojos de mi suegra fisgoneaban mis manos. ¿Descubriría algo fijándose en mis venas? El calor de un licor, ¡Dios, cómo lo necesitaba! Con una copa, los calambres cesarían, el ritmo cardíaco se normalizaría y el martilleo en las sienes, tenue, cada vez más tenue.

  Por ensalmo, aparecieron los licores. Sentí cómo ceñían la soga a mi cuello. Ya me había fumado casi una cajetilla. Terminaría con cáncer de pulmón. Me bebí el café, encendí otro pitillo y, empujando la silla hacia atrás, me levanté. Se produjo una cascada de miradas: de mi suegro hacia su esposa, quien miró a mi cuñado, que miraba a Sandra, la cual clavó la vista en Elsa. ¿Pensarían que tendría cubas  de whisky en el baño?

  Mis sobrinos me interceptaron el paso. Que involucrasen a los niños me pareció blasfemo. Me escabullí sonriendo con patetismo. Cerré la puerta del baño pegando un portazo y eché el cerrojo. No solía hacerlo, pero hoy era vital. Me agarré al  lavabo con manos temblorosas y, en el espejo del armario, vi un rostro turbado, sudoroso. Lo estaban consiguiendo. Desequilibrarme, que me envenenase con potingues. Me di unos lingotazos: Dior, Valentino, Jean Paul Gaultier… ¡Qué asco! Para contrarrestar, unos chupitos de alcohol de 96º. Puro etanol. La fórmula… C2H5OH. ¡Gran bactericida! Como no había ni Nolotil ni paracetamol saqué unas pastillas para el dolor menstrual. Me tragué tres o cuatro. Aliviarían un poco el dolor de cabeza. Sentí que todo era un juego absurdo; fichas descontroladas en un  tablero tan sucio.

  Apenas salí, mis sobrinos se me echaron encima. Mientras el mayor se subió en mi espalda, el pequeño tiraba de mi pierna izquierda. ¡Jodidos niños! Me lié a dar codazos y patadas, que ellos asumieron, sin quejarse, como parte del juego. Su bendita madre debió de oír los gritos porque vino acalorada. Que dejasen al tío tranquilo, parecía regañarlos. Al acuclillarse para coger al pequeño, tuve su canalillo tan cerca. Me imaginé cómo lo lamía, deslizando mi lengua dentro del sujetador, tocando su pezón erecto con la punta.

  En la sala, el ambiente había cambiado. Música clásica, la mesa camilla con el tapete verde, las barajas… Mi suegra ya estaba sentada, esperándonos. Seguro que tendría dos barajas «nuevecitas» dentro de su bolso de piel sintética. Cómo abominaba los juegos de mesa, más aún el chinchón, juego de niños y abuelas. Mucho mejor sentarse en el sofá, sin mover un solo músculo, y dejar que el tiempo pasase. No estaba mal derrocharlo; total, teníamos tanto. Pero la gente lo desaprobaba.

  Mientras Sandra escribía nuestros nombres en una hoja cuadriculada, su querido consorte barajaba las cartas. Ya les había dicho que no iba a jugar. Hicieron caso omiso. Mi suegro tiró de mi manga hasta que cedí sentándome a su lado. Momento que Elsa aprovechó para dejarme una montaña de monedas y un cenicero a mi derecha. ¡Con qué pasión habría jugado si el premio hubiese sido una copa!

  Con manos temblonas, recogí mis naipes. Ni un mísero trío, ninguna escalera. Cuando mi suegro se libró del caballo de bastos, robé un rey de copas y me descarté del seis de espadas, carta que mi cuñado atrapó con un gritito y una sonrisa aviesa. Tanto entusiasmo me desagradó. Pronto los niños se unieron al pasatiempo. Quique, el pequeño, ayudaría a su madre; el mayor jugaría solo. Anhelé    la soledad del cuarto de baño y sus mejunjes, pero en cuanto me levantase, mandarían a los niños a que me siguieran. ¡Cómo temía aquellas mentes tan  abyectas! Mi suegro me dio un codazo. Me descarté del seis de copas que acababa de robar. Mi cuñado lo cogió y, al grito de «¡menos diez!», cerró la mano. Mi suegra me recriminó mi falta de atención. Todo quedó anotado. También mis puntos, que contaron y recontaron.

  Con una parsimonia anormal, Elsa repartía las cartas. A la rigidez de los músculos de mis piernas se unió la de mis brazos. Imaginé cómo un Apolo afeminado me perseguía por un bosque mientras mis brazos se transformaban en ramas, mi pelo  se convertía en follaje, de mis pies salían raíces que se adentraban en la tierra, y mi rostro ya no era un rostro, sino la copa de un laurel lozano.

  El recuerdo de Tobías acaparó la conversación. Aunque el chihuahua había muerto hacía cuatro o cinco años, lo echaban tanto de menos. ¡Feo y con una mala leche! Aplasté la colilla en un cenicero abarrotado, cogí el segundo paquete y me encajé un pitillo en los labios. Me asaltaron los ojos negros saltones del perro, sus orejas grandes y tiesas, y ese cuerpo de rata al que tantas veces había pateado. Si  lo hubiesen sabido sus amos… Bien que se defendía él con sus mordiscos. Jodido chucho. Cuando mi mujer —con un trío de reyes y una escalera de bastos— cerró el juego, la mesa se llenó de brazos, manos y codos. Menuda lucha por acomodar las cartas y así restarse puntos. ¡Qué no haría yo por una copa! Cualquier licor, cualquier marca. Un trago, ¡bendito trago!

  Me había quedado sin cigarrillos. Como no había perro al que pasear, me pareció oportuno salir a comprar tabaco. Ya en el vestíbulo, mi cuñado me tendió una  cajetilla de Marlboro. Valiente gilipollas, quise gritarle, pero sonreí agradeciéndoselo.   Sin poder escaparme, pensé, amarrado con cadenas al salón. ¡Cómo se regocijaban  con su burda encerrona de tinte buñueliano! Al final de la velada, se reunirían. Sandra —temerosa de que en uno de mis estallidos golpease a sus crías; las madres, tan protectoras siempre— se habría comprometido a detectar alteraciones en mi conducta, como esos cambios bruscos de humor tan típicos del alcohólico. A mi suegro le habrían encomendado comprobar mis reacciones cuando él se rellenara su copa o al deleitarse con cada trago, en tanto que mi suegra habría asumido el estudio de mi físico: si mis pupilas estaban muy dilatadas, los ojos vidriosos o si se me caían los párpados con frecuencia. Mi cuñado habría sido el encargado de captar cualquier incoherencia en mi discurso. Elsa sería la jueza, afirmando o desmintiendo argumentos ajenos. ¡Cómo me habría gustado estar presente! «Después de beber», me preguntarían, «¿te sentiste culpable o arrepentido de lo que hiciste? ¿Afecta tu consumo de alcohol a tu relación de pareja. ¿Con qué frecuencia bebes por la mañana? Rara vez, ocasionalmente, frecuentemente o siempre». «Siempre, siempre, siempre».

  En la segunda ronda, el chasquido de lengua de mi suegro se me hizo insoportable. Me sentía débil, tan harto. ¿Empezaría a tener visiones? Recordé  aquel fin de semana en la casa de campo de mis suegros. Me había llevado seis botellas de whisky que oculté en mi coche. Mi finalidad era beber sin ser visto; mi estrategia, ir rellenando las petacas sin que nadie se enterase. Al principio, fue fácil. Solo tuve que esconder las petacas por la casa. Luego, todo se fue complicando. Que sacase tanto a pasear a Tobías debió de resultar sospechoso porque mi cuñado  no tardó en unirse a los paseos.

  Cuando llegó mi turno, tiré un as de bastos. Sentí la mirada reprobatoria de mi suegra. Mientras tanto, mi cuñado acariciaba la cabeza de su hijo pequeño y repetía: «qué bien lo estamos pasando». Después, se frotó las manos y palmeó la espalda de su mujer. «¡Qué a gustito estamos, qué felices!». ¿Podían existir tipos tan raros? En la cama, la pareja se disfrazaría. Pequeñas obras teatrales: doctor y enfermera, alumna tipo Lolita y profesor viejo, hombre de negocios y joven farmacéutico. Podrían conocerse en un vagón de tren. Me estaba excitando y Sandra parecía regodearse. Cada vez que cogía una carta, se inclinaba ofreciéndome un atisbo de pecho y, al beber el coñac, se pasaba la punta de la lengua por el labio superior, despacio, muy despacio, con ese bizquear tan lascivo. Noté el calor de la bombilla sobre mi cabeza. Los arpegios y escalas obsesivos del presto agitato de la sonata Claro de luna empezaron a desesperarme, junto con los gritos, el humo de los puros, las risas, el olor a pachuli del perfume de mi suegra, la aspereza del tapete verde… Todo sacado  de alguna tortura nazi.

  Cuando perdí, sin la posibilidad de reengancharme, me desplomé en mi bendito sillón. Encendí un cigarrillo. Un ataque de tos seca me revolvió el estómago. Mis pulmones, pensé, antes rosados y esponjosos, ahora estarán grises, recubiertos de bolsas negras cancerosas. Tenía a quien agradecérselo. ¡Casi tres paquetes! Me dolía la garganta, la cabeza. Cerré los ojos, si lograse adormilarme… Una mano pequeña y cálida agarró mi muñeca. ¡¿Dios, no podían dejarme en paz?! Mi sobrino me pidió que le hiciera un dibujo. Sentí el agarrotamiento de mis músculos, tendones y nervios. Yo solo quería agazaparme en un caparazón, ovillarme dentro de él y desaparecer.

  Quique me tendió un lapicero y un folio blanco. Lo miré. Sus ojos negros me parecieron los de un perro hambriento. Apoyándome en el reposabrazos, empecé a trazar unas líneas oblicuas. El lápiz resbaló de mi mano. Demasiado tembloroso y cansado. Cuando el pequeño lo recogió del suelo y me lo dio, me aferré al lapicero. Cerré los ojos. Hasta oír ese «¡Vamos, tío, vamos!». Entonces, fui dibujando unas cejas angulosas, unidas y encrespadas; debajo, unos ojos muy abiertos. Mi sobrino sonreía. Al esbozar la nariz, el ruido seco de la mina en el papel pareció amplificarse.

  Quique  me dijo que siguiera. «¡Vamos, tío, vamos!». Me costó acabar la nariz, algo respingona. «¡Las orejas!», gritó el niño dando palmas, «¡las orejas!». Me  dieron ganas de llorar. El vacío iba habitando mi cuerpo, ese vacío de garras que escarbaban.

  Intenté animarme. La punta del lápiz raspaba la hoja. Dibujé unas orejas puntiagudas de grandes lóbulos. Pero la bestia mordía, seguía mordiendo. Ni tan siquiera los niños la ahuyentaban. Entonces, ¿quién coño acallaría a la bestia?

  Lo pagarás, Elsa, me dije con la mirada perdida, al final, terminarás pagándolo.



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