Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!

domingo, 10 de enero de 2016

CRÍTICA DE "RELOJES MUERTOS" POR PEDRO SOLER




Presentar un libro prologado es un problema. El prologuista ha desmenuzado antes que tú su contenido y has de buscar otro enfoque. 
Antes de comenzar un libro, no sé por qué, me pongo a la defensiva. Seguramente es el miedo a que me decepcione. Indistintamente de que sea un autor consagrado o no. 
 Es lo que me ha pasado con la novela de Eva María Medina, a la que hasta hoy no conocía. Tampoco su novela, a la que Mario Sanz, este promotor de “destellos” literarios y de otra índole de Carboneras, me pidió que presentara. 
 He de decir que, a pesar de todas las prevenciones, Relojes muertos, la novela de Eva María Medina me sorprendió desde sus primeras páginas. Diré por qué. 
Es una novela difícil de construir, aunque yo más bien diría que es un relato. Esto es una apreciación mía que, por supuesto, en nada desmerece a la obra. 
Escribir sobre las distintas facetas de un esquizofrénico, desentrañar los pormenores de tan misteriosa enfermedad y aplicarla en un personaje concreto —el protagonista de la novela— no es tarea fácil. Sin pretenderlo existe una inclinación a caer en la caricatura o el exceso de relato. Pero en el caso de Relojes muertos no ha sido así. Eva María, antes de acometer su novela, ha debido de tener una labor de investigación y análisis ardua y compleja, sobre todo, un análisis concienzudo de lo que es y causa a quien la padece “la esquizofrenia”. 
No caer en el recurso fácil y adentrarse en el trastorno bipolar, de las ensoñaciones y de los engañosos enfoques de personalidad de todo esquizofrénico y, al mismo tiempo, llamar la atención y provocar la inquietud del lector, es muy difícil. 
Es un tema que ha de estar muy bien construido y definido para que se sostenga, y el lector entre en el personaje poco a poco, sin que se aperciba de ello. 
Pero una novela no es solo eso: hay una técnica al servicio de una “forma” sometidas ambas a un motivo o causa. La primera ha de ser sencilla, fácil. La difícil sencillez, a la que se refería Machado. Es un camino que ha de recorrer el lector con facilidad y sin tropiezos. La segunda (Causa) ha de ser creíble, clara y diáfana para que el lector perciba a los personajes y lo que transmiten. Captar aquellos aspectos que, sin estar escritos, se traslucen en cómo se comportan y en lo que dicen. Este aspecto depende siempre de la habilidad de quien escribe y deja ese camino al libre albedrío del lector.
Todo esto está muy bien resuelto con la técnica que emplea Eva María; un estilo expresivo y austero. Una prosa alejada de adornos innecesarios, de veleidades inútiles. De forma sencilla, directa y expresiva, describe aquello que quiere decir. 
No quiero entrar en la descripción de aspectos de la novela de Eva María. Es preferible que, quien la lea, se sorprenda con la nitidez y fuerza de los personajes. Si quisiera explicar más gráficamente algunas cosas que ya he comentado.
Sin dar ninguna pista sobre el personaje central, en la primera página la autora deja ver su estado emocional y el controvertido lenguaje que entabla con los espejos a través de toda la novela. El espejo, ese enigmático cristal, del que se han servido tantos literatos para tratar de explicar el misterio de la imagen reflejada y el reconocimiento en esa imagen de quien se refleja. 

En el baño me fijé en mis ojos. El negro de pupilas ensanchándose. Surgieron más: grandes, pequeños, miopes, alargados. Estos ojos me observaban. ¿Dónde está la verdad?, ¿soy yo verdad? Intenté no pensar en ello, pero esas figuras parecían escrutarme. ¿Vemos realmente la imagen de lo que somos? Espejos cóncavos, convexos. Engaños de la mente, espejos que distorsionan las formas. Esos ojos saben la verdad. Y están todos. Director, compañeros, vecinos, portera. Me están esperando. Y lo saben todo. ¿Enfrentar esos ojos a los míos? ¿Volver a trabajar sabiendo que ellos saben, que disimulan que yo sé que saben? (pág. 15)

Uno de los objetos con que juega Eva María, para fijar la desigual personalidad del protagonista es el “reloj”, el aparato que mide el enigmático tiempo, que tanto juego ha dado en la literatura y que J.L. Borges en su libro La eternidad, después de hablar de toda la filosofía que se empleó en ello, lo supedita a un paseo al atardecer por los arrabales de Buenos Aires. 

Al levantar la vista, vi algo en el edificio de enfrente. Me acerqué a la ventana. El viejo que hablaba dirigiéndose a un reloj de pared. Recordé que había imaginado que era viudo y que ese reloj antiguo sería un recuerdo de su mujer, como si ese objeto fuera la imagen personificada de ella. Me pregunté si hablaría todas las noches dirigiéndose a él. Quizá queden conversaciones pendientes, o le eche cosas en cara. Puede que le cuente lo que hace cada día, cómo va el país, algún cambio en el barrio, la ampliación del metro, la muerte de algún conocido. Si tienen hijos, le comentará cómo les va en el trabajo, con sus mujeres, cómo van creciendo los nietos. Con estas ideas en mi cabeza, cogí un plato y rompí la cáscara del primer huevo. (pág. 27)

Uno de los aspectos que he destacado al comienzo es la redacción, resuelta con oraciones cortas, resueltas y firmes, que dan al relato vitalidad y fuerza. 

Mis pasos no eran firmes. Había dormido mal. En cualquier momento podía perder el equilibrio y caer encima del hombre del sombrero de fieltro verde que bajaba por la escalera mecánica. Miré el reloj. Seis y media. 
Un tren llegaba. Demasiado lleno. Esperaría al próximo. El movimiento de la masa me introdujo en el vagón. Las puertas se cerraron. Quedé al fondo, agarrado a una barra metálica. Esa presión de cuerpos, tan pegados, de caras frente a nucas, me hizo bajar los ojos. Unos zapatos negros llamaron mi atención. Cómo habría podido conseguir, el hombre que los llevara, que estuviesen tan brillantes. Esperé unas cuantas estaciones para mirar los míos; no me acordaba de cuáles me había puesto. Cuando el espacio se desahogó, pude ver mis zapatos marrones, de piel, algo desgastada. Ir con estos zapatos. Me imaginé las caras de Manuel y Olivia, las sonrisas, y el director, qué pensaría el director. (pág. 31) 

A pesar de la dureza del tema, la novela está llena de episodios de un poder narrativo extraordinario y de una belleza no menos extraordinaria.

Anduve un rato hasta sentarme frente al mimo; a unos veinte pasos, en el bordillo de piedra del estanque, apoyando la espalda en las rejas de hierro. Era un ritual. Siempre que iba allí me quedaba un tiempo observándolo. Ahora estaba detrás de un árbol, se quitaba la camiseta y se ponía otra de rayas blancas y azules. Después, enganchó un trozo de espejo a unas ramas. Empezó a extenderse el maquillaje blanco. Lo hacía despacio, una capa fina desde la frente hasta el cuello. Se perfiló los ojos con un lápiz negro al estilo egipcio. Sonreí. Continuó pintándose los labios de un rojo sangre, que usó como colorete: desde la unión de la mandíbula hasta la barbilla. Me vinieron a la mente las brujas de Macbeth. 
Después de un buen rato, me levanté, metí las manos en los bolsillos y saqué tres monedas de dos euros que dejé en la caja de plástico. Al verlo, el mimo alzó las cejas y me saludó. 
Caminé deprisa. En mi retina quedaban fragmentos de lo visto, sin que guardasen relación con lo que acababa de ver; como si cogiera el todo y fuese desgranando las partes. Ahora me llegaban esos retazos. El gris del estanque, el ruido de patines en la arena, el olor a hierba recién cortada, la piel morena de una mujer. Me paré. Busqué esa piel en las caras de la gente. Andaba muy despacio. Abría el campo de visión como si tuviese una cámara, subiendo y bajando el objetivo; acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Tropecé con un hombre y, al subir la vista para disculparme, vi aquella tez. La mujer, bonita e indiferente. Debajo de una camiseta de tiras roja destacaba un pecho para mí perfecto, ni muy grande ni muy pequeño. Encima de la mesa un cartón: Lectura de tarot. (pág. 36)

A la par de páginas bellas y de gran lirismo, hay descripciones poderosas, de una firmeza narrativa fuera de lo común. Sobre todo en las escenas de sexo. Explícitas porque así lo requiere el estilo y el ambiente del relato. 

Me bajó la cremallera del pantalón. Me acariciaba el pene con la palma de la mano, de abajo arriba, presionando levemente. Mis dedos, gusanos hambrientos en sus piernas. Le subí la falda, le quité las bragas y la penetré. Ella gemía, cada vez más fuerte. Yo jadeaba con timidez, mientras captaba ese río de olores que ella iba exhalando. La acidez de la excitación, su sabor, que abría poros, alterando la vista, agudizaba los oídos. El corazón, su ritmo. Ángela. Las vértebras de su columna se arqueaban siguiendo al placer. Gemidos, temblores dulces, torcer de bocas. Bocas que quedaron secas, abiertas, en espera de algo todavía por llegar. (pág. 48)

El sueño del niño y el reloj. El tratamiento de este como un tirano, como el tiempo que siempre impone sus leyes, nos hace pensar que, a veces, la mente acomete empresas e invade terrenos que “la cordura” nos evita. 

Íbamos con palos a terminar con el ruido traidor. Vimos a un niño escondido detrás de los contenedores de basura, con un reloj pequeño en su mano.
−Dame el reloj −le dije. 
−Es mío, yo lo encontré.
−Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas. 
−¡Libertad, libertad! −gritaron los aliados−. ¡Abajo los relojes, muerte a los relojes, muerte al tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!
Mis manos se acercaron al niño, hacia sus manos, luego subieron al cuello. El niño gritaba. Rodeé su cuello con suavidad. Gritos más profundos. Las manos se desligaron de la mente, y ya no sabía si presionaba o no. La voz débil de su garganta infantil me contestó. No la escuché, seguí, seguí, hasta oír un cuerpo contra el suelo. Cogí el reloj, lo tiré, lo pisé, oyendo mi grito: 
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!  (pág. 65)

No quisiera terminar, sin hacer mención a dos personajes que, apenas sin estar en la novela, son de vital importancia para ella. Me refiero a Ángela, la mujer que está enamorada de él, a pesar de los inconvenientes de su enfermedad, y que ve, como paulatinamente se va deteriorando el sentimiento del amor. O, por lo menos, que los efectos de la esquizofrenia, acaban anulando ese sentimiento. 
Y Sara, esa mujer que no acabamos de saber si es imaginaria o real, que visita los recuerdos del protagonista con frecuencia y le une a su pasado. Un tiempo que intenta revivir una y otra vez inútilmente. 
                                      
                                                                                
                                                                                     Pedro Soler

                                                                                                                              

(PRESENTACIÓN DEL LIBRO RELOJES MUERTOS DE EVA MARÍA MEDINA POR PEDRO SOLER, EL 25 DE JULIO DE 2015, EN LAS II JORNADAS LITERARIAS DE CARBONERAS)


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