Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!

lunes, 29 de abril de 2013

THE LADY OF SHALOTT


Sus ojos atraparon su pensamiento. Deseó huir con ella en ese barco y esperar a que se extinguiese la llama de la última vela que quedaba encendida. Sufrir tu dolor, pensó Elizabeth. Vivir con intensidad el momento que precede al olvido mismo; un instante de perpetuidad.
Los ojos del cuadro no pedían nada, pero ella sentía, al observarlos, formar parte de la historia, aunque supiese que aquella mujer no la necesitaba, que realizaría sola su viaje. Se oyó decirle: «No sueltes la cadena, no lo hagas, por favor, no lo hagas».
«Basado en el poema de Alfred Tennyson The Lady of Shalott», leía, «sobre la leyenda artúrica de Elaine of Astolat, que encerrada en una torre un hechizo la obliga a mirar el mundo a través de un espejo. Cuando Elaine ve a Lancelot se enamora, mira por la ventana y...» Tener el valor de mirar la vida de frente, sin reflejos falsos, mata, pensó Elizabeth. El paso de la inocencia a la madurez, mata. El paso del yo al , mata. Se acercó al cuadro; dos pájaros volaban cerca de la cadena que Elaine tenía agarrada. Juncos partidos, el rojo de la tela. En la proa, el crucifijo, tres velas y un candil casi apagado.
Unos cuantos pasos más, más atrás. Elizabeth miró esos ojos marrones, caídos, bajos, y la expresión de esa boca; desaliento sereno, resignado. El barco, los árboles, el ruido del agua, los pájaros y, antes de llegar a Camelot, la muerte.
Encontrar algo que le salve. Pero no se podía hacer nada, la vela que quedaba encendida se apagaría. La ventana, si no hubieras mirado…
La luz en un cuadro, en la pared de enfrente, le hizo acercarse. La luminosidad en los colores, las plantas, el cielo, en el pelaje de las ovejas, que le parecía tocarlo, ¿cómo lo habría logrado? Minucioso en las ramas, en los nervios de las hojas, que de tan perfectas se hacían irreales; un aura onírica, un sueño en el que se adentraba como personaje de la obra. Olía el mar, las ovejas, sus balidos. Algunas de ellas la miraban directamente a los ojos, haciéndole participar en la escena. «El prerrafaelismo», leyó, «tiene un solo principio, el de absoluta y obstinada veracidad en todo lo que hace, alcanzada gracias a trabajarlo todo, hasta el más mínimo detalle, del natural y solo del natural. Cada fondo de paisaje prerrafaelita se pinta hasta la última pincelada al aire libre, a partir del propio motivo». Lo consiguen, se dijo, ¿y la sensación de ensueño?
Ophelia también tenía algo de irreal, una capa traslúcida filtrándose en cada detalle; en los juncos, las ramas, las hojas. Elizabeth se detuvo en la boca de Ophelia, entreabierta, y esas manos, en espera de algo que nunca llegó. Sus ojos, vacíos, no veían; eran muerte en sí mismos. Quería oír el rumor de la corriente del río, oler las flores, pero nada de eso ocurría. Ophelia la abandonaba. Pronto, le dijo, soñarás tu sueño. Pronto, muy pronto, te unirás a Lady Shalott y juntas remontaréis la corriente.
Miró alrededor. Fragmentos de figuras y colores se mezclaban. Sintió que los brazos le pesaban mucho, como si fuesen péndulos que sujetaran unas manos engrandecidas. Pinchazos en los hombros, los músculos tirando. Continuar, debo continuar.  
The Death of Chatterton. La muerte persiguiéndola. Ahora, un poeta. La curva de su brazo señala hacia el frasco, ya vacío, de veneno. El rostro de cera, su cuerpo, el pelo rojo, el baúl, papeles rotos; la belleza de una muerte prematura.
El punto de fuga, la ventana; esa ventana entreabierta que da a la ciudad. Elizabeth observó la cara de Chatterton; sosiego y algo de felicidad escapándose de los labios. La muerte como salvación.
De ese ático oscuro pasó a una sala abigarrada. En el centro, una mujer; los ojos abiertos, muy abiertos, y la boca en actitud de acogida, de entrega. «La mujer se levanta del regazo de su amante cuando su conciencia despierta. Mira por la ventana y esa mirada al exterior la salva».
Lo externo, se dijo Elizabeth, acoge o mata. Y mientras lo decía sintió una especie de trasformación. Como si el oculista le fuera cambiando de lentes; cada lente, un cuadro. El observarlos la enfrentaba a sí misma y aunque punzaba; seguir, avanzar.
Al fijarse en la serie Past and Present Elizabeth advirtió que los cuadros oscurecían. En el primero, de colores algo más vivos, el marido recibe una carta; su mujer le ha sido infiel. Pasan cinco años. Los otros dos lienzos reflejan una noche, quince días después de la muerte del padre. En uno, las hijas, en un dormitorio humilde, rezan por su madre; la mayor mira a la luna. En otro, la madre, con un niño en brazos, bajo un puente; los ojos sobre esa misma luna.
La última frase dando vueltas. «El espectador es el que decide si debe o no debe sentir compasión por ella». Como una lavadora cuando centrifuga Elizabeth dijo: «se ríen de nosotras, siempre lo han hecho».
Después de dos o tres cuadros, le atrajo uno color siena. Oyó música, en su interior, Beethoven, pero no se acordaba, hasta gritar: «Sonata para piano nº 14». El primer movimiento envolvía a La Pia de Tolomei. La música narrando. Una mujer rodeada de hiedra, mirada inerte, cabeza baja; un rostro que refleja desengaño. El marido la ha encerrado; después la envenenará. La mujer, pensó Elizabeth, con esa carga real, innata, de resignación. La música sigue sonando. Adagio sostenido.
Se sentó. Le dolía la cabeza. Demasiada pintura, se dijo. De pronto, surgieron las caras, agolpándose. La de Medea, la de Isabella, la de Proserpina. Elizabeth sentía que la culpabilizaban. Luego, las risas. Las manos de Medea intentando agarrarla. Ella, se encogía. Los ojos de Proserpina sobre los suyos. Las palabras de Isabella, «lo mataron». Ella, se encogía.
Se apretó las sienes hasta conseguir acallar las voces, alejar las imágenes. The Lady of Shalott, frente a ella. Lo miró. Sus ojos clavados en esa cara que le contaba, le contaba. Como una revelación, los rostros de los cuadros formaron una sola cara, la de Elaine. Todo imaginado, vivido en imágenes, en esa torre donde la realidad era sombra.
Se escuchó como si esa voz no fuese suya, como si viniera de siglos atrás, «que el morir solo sea el final, no el principio». Miró a Lady Shalott y le dijo: «Yo también estoy harta de sombras».
                             
                                                                                 

lunes, 1 de abril de 2013

SER EL OTRO

                                                           ¿Me sucedió algo que quizá, por                                                                                  el hecho de no saber cómo vivir, viví como si fuese otra cosa?
                            CLARICE LISPECTOR, La pasión según G.H.


Es una mujer corriente, pero hay algo en ella que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a escrutarla de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo; acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta negra oculta un cuerpo consumido, nada atractivo. Pelo castaño, largo, separado por una línea central recta. Nariz aguileña, trozos de carne casi inexistentes moviendo su boca. ¿Es esto lo que busco? No, creo que no. Oigo el sonido del zoom acercándose a unos ojos que parpadean. ¡Su mirada, es su mirada! Que ha vuelto de un lugar árido, oscuro, frío, muy frío. Mis ojos se dirigen a ella, abstrayéndose del resto de realidad cercana. Un, dos, tres. Ya está, ya es mía.
La mujer de chaqueta negra y nariz aguileña grita. Sus ojos, de un azul muy claro, casi blanco, me acechan preguntándome qué ha pasado. No contesto y salgo.

Llego a otro andén. Ruido de raíles chirriantes. El tren estaciona. Se abren las puertas. El movimiento de la masa me introduce en el vagón.
Cuando el espacio se desahoga, me fijo en un chico que está de pie, agarrado a la barra metálica. Me atrae, algo me atrae. Me sujeto a la misma barra y me oigo: moreno, nariz chata; no, no es eso. Los ojos, la boca. Tampoco. Miro sus manos. Entonces surgen las imágenes, tiesas, arrítmicas, de unos dedos enguantados negros sobre otros marrones. La misma atmósfera pesada. Siento que mis dedos se mueven, intentando rozar los del chico. No me lo puedo quitar de la cabeza.

En la calle, lo veo hablando con un amigo. Me quedo detrás. Doy pasos cortos, miro con frecuencia el reloj y me apoyo en la pared.
Lo miro, examinando a modo de autopsia cada detalle, radiografiando su interior para extraer aquello que busco. Tenso los dedos, los aprieto, los estiro. Su figura dentro de mi pupila; ocupándola, haciéndose más grande; negra, cada vez más negra.
Un golpe seco. El chico yace en el suelo. Su amigo intenta reanimarlo. Gente alrededor. Corro, preguntándome qué le habré quitado. ¿Qué me atrajo de él? Subía las escaleras del metro deprisa, de dos en dos; esos dedos al agarrarse a la barra, los brazos, los músculos tensos…

Entro en un parque. Una niña salta, otros se columpian. Un niño, de unos cinco años, juega a la guerra con sus dedos. Lo observo. Se da cuenta y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa y le enseño un papel y un lápiz que saco del bolsillo trasero del pantalón. Hago un dibujo. El niño se acerca y lo mira. Oigo: «columpios, mamá, yo, señor». Con los ojos humedecidos lo levanto, sentándolo en mis piernas. Trotes de caballo. El niño se ríe. Arriba abajo, arriba abajo. Viene una mujer que coge al pequeño, arropándolo en su pecho. «Degenerado. Aprovecharse así de un niño. Yo os encerraba a todos. Pervertido». No digo nada, solo bajo la cabeza. «Te lo tengo dicho, no te alejes ni juegues con extraños, menudo susto, y deja de berrear, me vas a dejar sorda».

Bajo la calle sonriendo. Me fijo en dos adolescentes. Se besan, caminan, se vuelven a besar, y entran en una cafetería. Los sigo.
Son como lapas, como no paren de besarse imposible averiguar lo que quiero. Me lo están poniendo difícil, ¡críos de mierda!
Me acerco a ellos.
−Perdonad que os moleste, ¿no tendréis un cigarro?
−No –dice él.
−No fumamos –dice ella.
−Mejor, mejor…
Vuelvo a la barra y los miro. La chica tiene algo, no es guapa pero tiene algo. Se me cae el café, que limpio con servilletas. Una voz me dice que son sus labios lo que deseo. Unos labios carnosos, grandes, con esa forma perfecta, como los pintó Rossetti. Capaces de las mayores desgracias. Te los voy a quitar princesa. Sudo. El sudor por la frente, las cejas. Son casi míos. Me pertenecen, ya son parte de mí. Un grito, la chica. Sus labios sangran. El camarero la atiende. El chico, paralizado. Ella continúa gritando. Salgo del bar sintiendo que algo me falta. ¡El pelo del chico! Lo quiero, esa melena rubia va a ser mía, ¡mía!

Cuando llego a casa me tumbo en el sofá. Me quedo dormido. 
Al despertar siento un ligero temblor, que desecho estirando brazos y piernas. Voy al baño. Me echo agua en la cara, bebo del grifo y me miro al espejo. Llevo una peluca rubia, lentillas de un azul muy claro, mi boca, pintada de un rojo chillón corrido por los bordes, y unas hombreras debajo de la camiseta. La imagen me paraliza. Qué era aquello, ¿una broma?
Mientras pienso qué hacer, me fijo en una luz roja, intermitente, que sale del dormitorio. Retiro la cortina, escondiéndome detrás, y veo una furgoneta; con esa luz tan molesta. ¿La policía? El chico podría haber muerto, la mujer quedarse ciega, el niño sin alegría, los adolescentes…
Llaman a la puerta. La peluca, al suelo. Me quito las lentillas. Me limpio la boca con la mano y tiro las hombreras. Las ideas se me amontonan; las desecho.
Llego a la puerta con los oídos latiendo. Miro por la mirilla y pregunto. Me llaman por mi nombre. Dicen que abra. La policía, pienso. Corro. Me cogen antes de llegar a la escalera. «No he sido, yo no he sido», grito. Me dicen que ya lo saben.
«Pórtate bien», oigo, «y no te pondremos la camisa». Uno de ellos se sienta a mi lado. Es un hombre corriente, pero hay algo en él que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a escrutarlo de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo; acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta y pantalones blancos...